Cielos diáfanos

Por Alfredo Cascallares

Uno de los paisajes que más me atrae es observar durante el día las nubes de tormenta en el momento en que se abren y ver como se cuelan los rayos del sol entre la densa masa de tonos grises y dorados iridiscentes. Pero nubes son nubes y todas, más allá de su densidad y de la luz que esta permita pasar, representan una interferencia que no nos permite ver el Sol en forma directa.
Esta simpleza es un buen modelo para entender qué nos pasa cuando se nos “vuelan los pájaros” o, tal vez, “perdemos los estribos” de la mano, entre otras cosas, del enojo.
El profeta Elías no reconoció la presencia del Señor sino hasta que oyó “el silbo apacible”. Supo que El no estaba en los estrépitos ni en el fuego crepitante. Este “silbo apacible” es el equivalente a un cielo diáfano en un día calmo.
Cuando escuchamos truenos, no necesitamos salir a ver para saber que no veremos el Sol. El enojo, junto al orgullo, la jactancia o la vana y desmedida ambición, entre cosas similares, son como tormentas que no sólo ofuscan la mente y el intelecto, sino que volatilizan toda posibilidad de conexión espiritual.
Como seres falibles que somos, nuestra vida transcurre, por decirlo ligeramente, entre “la agonía y el éxtasis”, o más seriamente, entre extremos caracterizados por estados de conciencia diametralmente opuestos cuyos resultados se pueden definir como “gozo”, o “deleite”, en el sentido de bien mayor, y “plaga”, en el sentido de calamidad y destrucción indiscriminada.
Veamos dos ejemplos de esto de las escrituras. Nefi relata que poco después de la visita del Señor a América “…no había contenciones en la tierra, a causa del amor de Dios que moraba en el corazón del pueblo. Y no había envidias, ni contiendas, ni tumultos, ni fornicaciones, ni mentiras ni asesinatos, ni lascivias de ninguna especie; y ciertamente no podía haber un pueblo más dichoso entre todos los que habían sido creados por la mano de Dios.” (4 Nefi 1:15 y 16)
Sin embargo, en el extremo opuesto, 400 años más tarde, Mormón dice que “he aquí, el espíritu del Señor ya ha dejado de luchar con sus padres; y están sin Cristo y sin Dios en el mundo; y son echados de un lado para otro como paja que se lleva el viento”, y más adelante agrega que “los lamanitas han perseguido a mi pueblo, los nefitas, de ciudad en ciudad y de lugar en lugar, hasta que no existen ya…” (Véase Mormón 5:16-18 y Mormón 8:7).
También dice que su ceguera era tal que les resultaba imposible reconocer la mano del Señor en sus batallas; que solo luchaban por sus propias vidas y que toda victoria se la atribuían a sí mismos y a su fortaleza, negando así al Señor.
Lo cierto es que nadie está exento de quedar cubierto por nubarrones que perturban la vida y la ensombrecen. No basta con el conocimiento teórico que atesoramos del evangelio. Podemos conocer la fórmula, pero si no hacemos uso de los elementos adecuados en la proporción justa, el resultado puede ser por demás inoportuno. Me refiero a que cuando permitimos crecer en nuestra vida los elementos que llevaron al pueblo nefita, y a otros tantos, a la destrucción, es cuando quedamos solos e incapaces de reconocer la luz a pesar que esta ilumine nuestros ojos.
Dice una frase que para muchos reina la oscuridad en pleno mediodía. Ciertamente, la oscuridad espiritual es la antesala de la agonía.
No obstante, el evangelio tiene la propiedad de brindarnos los medios para iluminar nuestra vida en forma constante, lo cual no significa que no tendremos que afrontar nubarrones, incluso de tormenta. Al recordar al Señor y guardar Sus mandamientos, para tener Su espíritu con nosotros, nos estamos asegurando de eliminar de nuestra vida actitudes que solo nos conducirán al extremo negativo de nuestra experiencia. El resultado de llevar a la práctica esta combinación, con la que renovamos nuestros convenios, es que siempre seremos iluminados a pesar de la nubosidad a la que nos someta el momento y la circunstancia.
El enojo, el orgullo, la jactancia o la ambición desmedida producen efectos contrarios a los resultados de la frase “existen los hombres para que tengan gozo” (2 Nefi 2:25). Este “gozo” del que hablan las escrituras no se puede plasmar en la vida de nadie sino dentro de los parámetros establecidos por la ley del Señor, siendo su cumplimiento lo que barre las nubes permitiendo que podamos ver más allá de ellas, abriendo camino a la esperanza. Y no se debe confundir gozo con alegría. Alegría no es gozo sempiterno. Es simplemente un estado pasajero que se alcanza y se puede perder un momento después. Gozo es felicidad con la mirada puesta en la eternidad. Incluye el reconocimiento de la gloria de Dios y la emoción de sabernos acompañados por el Señor aún en soledad. Su resultado es el cobijo que nos abriga de esperanza, nos reviste de seguridad y aún nos permite saber sin necesidad de ver.
Al ejercer la humildad y la fe y ponerlas en movimiento, logramos atemperar nuestro ánimo y evitamos que se corte el vínculo que nos une al espíritu. Los momentos de zozobra emocional no serán tan drásticos como para alejarnos de la Luz y persistirá en nuestro ser un trasfondo de paz y seguridad que nos conducirá a la tranquilidad de espíritu en la cual veremos que a pesar de todas las tribulaciones, el cielo está despejado.

 

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Estilo SUD, 09 de enero de 2010
 
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