A los Obispos de la Iglesia

Ahora quisiera hablar directamente a los miles de obispos que estáis escuchándome esta noche.

por el presidente Gordon B. Hinckley

Mis amados hermanos del sacerdocio, me alegra veros personalmente en este Tabernáculo de la Manzana del Templo en Salt Lake City. Este magnífico edificio está completamente lleno. También me doy cuenta de que hay miles de hermanos como vosotros reunidos en muchos edificios de la Iglesia en toda América y en otras partes del mundo. Soy consciente de la gran fortaleza que nos da esa unidad. Son muy pocas las cosas que no podremos lograr si vamos adelante, unidos de corazón. Percibo la fortaleza de los hogares en los que vosotros, hermanos, presidís como dignos esposos y padres, y en los que vosotros, jovencitos, vivís como hijos, y gozáis de las bendiciones del Sacerdocio Aarónico. Me siento agradecido por vuestra fe y oraciones, por vuestra lealtad y amor, por vuestra constancia y devoción. Vosotros dais testimonio de la verdad y de la validez de esta obra. No hay nada como ella en toda la tierra: cientos de miles de hombres que hablan distintos idiomas pero que tienen el sacerdocio de Dios y la autoridad para hablar en su sagrado nombre.

Recuerdo cuando el presidente J. Reuben Clark, hijo, era uno de los consejeros de la Primera Presidencia y rogaba a los poseedores del sacerdocio desde el púlpito que fueran unidos entre ellos. No creo que él pidiera que dejáramos a un lado nuestra personalidad y fuéramos robots cortados todos por un mismo molde. Sé que no estaba pidiendo que dejáramos de pensar ni de razonar. Creo que lo que quería decirnos es que si deseamos ayudar a que la obra de Dios avance, debemos tener todos la misma convicción sobre la piedra fundamental de nuestra fe, incluyendo la verdad y la validez de la Primera Visión, como se cuenta en la historia de José Smith; la convicción de la verdad y la validez del Libro de Mormón, que es una voz que clama desde el polvo para testificar sobre Jesucristo, un registro antiguo escrito por profetas inspirados y que salió a luz en ésta, la dispensación del cumplimiento de los tiempos por el don y poder de Dios; sobre la realidad y el poder del sacerdocio que fue restaurado bajo la autoridad de los que lo poseían en la antigüedad: Juan el Bautista, en el caso del Sacerdocio Aarónico, y Pedro, Santiago y Juan, en el caso del Sacerdocio de Melquisedec.

Si vamos a ayudar a que la obra de Dios progrese, debemos estar unidos en nuestra convicción de que las consecuencias de las ordenanzas y de los convenios de esta obra son eternas e infinitas; de que este reino se estableció en la tierra por medio del profeta José Smith y que todos los hombres que le han seguido en el oficio de la presidencia han sido y son profetas del Dios viviente; y de que sobre todos pesa la responsabilidad de vivir y enseñar el evangelio como lo interpreta y enseña nuestro profeta actual. Si estamos unidos en esos conceptos básicos y fundamentales, esta obra continuará creciendo con poder y fortaleza para beneficiar a todo el mundo. De eso estoy seguro y doy mi solemne testimonio.

Ahora, esta noche quisiera hablaros sobre los obispos de la Iglesia, muchos de los cuales están presentes.
Un jovencito me preguntó un día:
—¿Pertenece usted a un barrio y tiene un obispo?
—Por supuesto que sí —le contesté, y me volvió a preguntar:
—¿Va usted al ajuste de diezmos con el obispo de su barrio?
Le contesté que yo, aunque sirva como miembro de la Presidencia de la Iglesia, soy responsable ante mi obispo al igual que todos los demás miembros son responsables ante un obispo o un presidente de rama.
El pareció maravillado, pero a mí me sorprendió que se le ocurriera preguntar tales cosas. Y entonces me puse a pensar en lo maravillosa que es la obra del Señor y en la sabiduría de la organización de Su iglesia. Yo he oído al presidente Benson hablar de su obispo con agradecimiento y aprecio. Yo también siento gran afinidad y afecto por mi obispo, y espero que todos ustedes sientan algo parecido.

Tenemos más de 11.000 (1) obispos en la Iglesia y cada uno de ellos ha sido llamado por el espíritu de profecía y revelación, apartado y ordenado por medio de la imposición de manos. Cada uno de ellos tiene las llaves de la presidencia de su barrio. Todos ellos son sumos sacerdotes, los sumos sacerdotes presidentes de su barrio. Cada uno tiene sobre sus hombros tremendas responsabilidades de mayordomía. Cada uno es el padre de su gente.
Ningún obispo recibe sueldo por el servicio que presta. Ninguno recibe compensación de la Iglesia por su trabajo como obispo.

Los requisitos de un obispo en la actualidad son los mismos que en los días de Pablo, el que escribió a Timoteo: ” . . .es necesario que el obispo sea irreprensible, marido de una sola mujer, sobrio, prudente, decoroso, hospedador, apto para enseñar; no dado al vino, no pendenciero, no codicioso de ganancias deshonestas, sino amable, apacible, no avaro; que gobierne bien su casa, que tenga a sus hijos en sujeción con toda honestidad , (pues el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de Dios?); no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo.” (1 Timoteo 3:2-6.)

En su carta a Tito, Pablo agrega que “es necesario que el obispo sea irreprensible, como administrador de Dios… “retenedor de la palabra fiel tal como ha sido enseñada, para que también pueda exhortar con sana enseñanza y convencer a los que contradicen.” (Tito 1:7, 9.)
Estas palabras describen bien a un obispo de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Yo vi todas esas cualidades en la vida del obispo del barrio en que crecí, puesto que fue mi obispo por 25 años. Este barrio tenía más de 1.100 miembros, pero él parecía conocer y amar a todos ellos. Era nuestro amigo, nuestro consejero, nuestro oficial presidente, nuestro confidente, nuestro maestro. Nos conocía de nombre y así nos llamaba.
Nosotros lo llamábamos con respeto “obispo”. No era un dictador que nos haya gobernado con mano rigurosa. Se reía con nosotros, sabía lo que sentíamos, nos comprendía y nosotros lo sabíamos. También sabíamos que nos quería. Desde entonces he tenido muchos obispos. Han sido hombres que han venido de diferentes hogares, de distinta personalidad, pero todos ellos han sido grandes hombres, dedicados a su trabajo y a la gente de su barrio.

Ahora quisiera hablaros directamente a los miles de obispos que estáis escuchándome esta noche.
Primero, quiero que sepáis que os amo por vuestra integridad y vuestra bondad. Vosotros debéis ser hombres íntegros y dar el buen ejemplo a las congregaciones que presidís. Debéis tener principios elevados para poder elevar a otras personas. Debéis ser completamente honrados porque manejáis los fondos del Señor, los diezmos de la gente, las ofrendas que donan cuando ayunan y las contribuciones que hacen de sus pocos recursos. Es mucha la responsabilidad se os ha dado como guardianes del dinero del Señor. Vuestra bondad debe ser como un estandarte para la gente.

Debéis ser impecables en lo moral. El diablo tratará de tentaros porque sabe que si puede destruiros puede herir también a todo un barrio. Debéis ser sensatos y dejaros guiar por la inspiración al tratar a todas las personas para que nadie pueda acusaros, por las apariencias, de un pecado moral. No debéis sucumbir a la tentación de leer o de ver películas obscenas ni videos pornográficos en la intimidad de vuestro propio hogar. Vuestra fortaleza moral debe ser tal que si alguna vez fuera necesario que juzgarais la dudosa conducta sexual de otras personas podáis hacerlo seguros de la propia y sin avergonzaros.
No debéis valeros de vuestro cargo de obispo para beneficiaros en vuestro propio negocio, pues si éste pierde dinero, alguna de las personas a las que hayáis persuadido a hacer negocios con vosotros podría acusaros de haberla estafado. No podéis tener cualidades dudosas si vais a ser jueces comunes en Israel.

Es una responsabilidad muy grande y muy difícil juzgar a las personas. Algunas veces se os pedirá que juzguéis si alguien es digno de ser miembro de la Iglesia, otras, si una persona es digna de ir al templo, de bautizarse, de recibir el sacerdocio, o si es digna de enseñar o de ser oficial de una de las organizaciones.
Debéis juzgar si en momentos de necesidad son dignas de recibir ayuda del fondo de ofrendas de ayuno o de recibir comestibles del almacén del Señor.
Ninguna persona bajo vuestra jurisdicción debe pasar hambre ni tener falta de ropa o techo, aunque ellas mismas no se animen a pedirlo.
Debéis conocer la situación de todos los miembros que están a vuestro cargo.
Debéis ser su consejero, su consolador, su ancla y fortaleza en momentos de tristeza y dificultades. Debéis ser fuertes con la fortaleza que proviene del Señor. Vuestra puerta debe estar siempre abierta para escuchar el llanto de los miembros, vuestros hombros deben ser fuertes para llevar sus cargas, vuestro corazón sensible para discernir sus necesidades, vuestro amor cristiano incondicional para recibir incluso al pecador y al que critica a la Iglesia.
Debéis ser hombres de paciencia, dispuestos a escuchar, aunque os lleve horas hacerlo. Vosotros sois los únicos a los que algunos de ellos pueden acudir. Debéis ayudarles cuando todos los demás les han fallado.

Permitidme leeros una carta que recibió un obispo:

“Estimado obispo:
Han pasado casi dos años desde que, desesperado, lo llamé para pedirle ayuda. Ese día estaba dispuesto a quitarme la vida. No tenía a nadie a quien recurrir: no tenía dinero ni trabajo ni amigos. Me habían quitado la casa y no tenía dónde vivir. La Iglesia era mi último recurso.
Como bien sabe, me había apartado de ella a los 17 años y había desobedecido casi todas las reglas y mandamientos en búsqueda de la felicidad y de la satisfacción personal. En lugar de felicidad mi vida estaba llena de angustia y desesperación. No tenía esperanzas ni futuro. Incluso le rogaba a Dios que me dejara morir para librarme de mi aflicción. Sentía que ni siquiera El me quería, y que El también me había rechazado.

Entonces me dirigí a usted y a la Iglesia. Usted me escuchó, me comprendió, me aconsejó, me guio y me ayudó. Empecé a conocer y a entender mejor el evangelio. Me di cuenta de que tenía que hacer cambios básicos en mi vida que me fueron muy difíciles de hacer, pero que, en el fondo, sabía que tendría el valor de hacer.
Descubrí que a medida que vivía el evangelio y me arrepentía, me deshacía del temor y me llenaba de paz interior. Las nubes de la desesperación se esfumaron. Gracias a la Expiación, mis debilidades y pecados fueron perdonados por el amor que Jesucristo siente por mí.

Cristo me ha bendecido y fortalecido. Ha abierto puertas para mí, me ha guiado y me ha mantenido a salvo. Al sobrellevar los obstáculos, mi negocio comenzó a crecer, beneficiando a mi familia y haciéndome sentir que había hecho algo de provecho.

Obispo, usted me ha dado apoyo y comprensión en estos dos años. Nunca hubiera llegado a donde estoy si no hubiera sido por su amor y su paciencia. Gracias por ser un buen siervo del Señor y por ayudarme a mí, un hijo descarriado.”

Vosotros sois “el atalaya de la torre” del barrio que presidís. Hay muchos maestros en ese barrio, pero vosotros debéis ser los mejores de todos. Debéis aseguraros de que no se difundan doctrinas falsas entre los miembros. Debéis aseguraros de que progresan en su fe, en su testimonio, en su integridad y dignidad y en su habilidad para servir. Debéis aseguraros de que el amor que ellos sientan por el Señor se fortalezca y se manifieste en demostraciones de amor entre unos y otros.

Vosotros debéis ser sus confesores y partícipes de sus más íntimos secretos, y guardar en la más absoluta confidencia lo que os digan. Esa clase de comunicación entre vosotros es un privilegio que debe respetarse y cuidarse a toda costa. Pueden presentarse tentaciones de contar, pero no podéis sucumbir a ellas.

Vosotros presidís el Sacerdocio Aarónico del barrio. Sois su líder, su maestro, su ejemplo, así queráis serlo o no. Sois el sumo sacerdote presidente, el padre de la familia del barrio, que puede ser llamado a arbitrar disputas como defensor del acusado.

Vosotros presidís reuniones en las que se enseña doctrina y sois responsables de la espiritualidad de esas reuniones, además de la administración de la Santa Cena a los miembros para que ellos recuerden los sagrados convenios y obligaciones que tienen los que han tomado sobre sí el nombre del Señor.
Debéis ser el amigo de la viuda y del huérfano, del débil y del desventurado, del ofendido y del incapacitado.

El sonido de vuestra trompeta debe ser certero. En vuestro barrio vosotros estáis a la cabeza del ejército del Señor, y los lleváis a la victoria en la conquista del pecado, la indiferencia y la apostasía.

Yo sé que el trabajo a veces es muy difícil, que nunca bastan las horas del día. Las llamadas son frecuentes y numerosas y es cierto que tenéis otras cosas que hacer. No debéis robarle tiempo ni energía al empleo, porque al empleador le corresponden. Ni debéis robarle a la familia el tiempo que le pertenece. Pero, como muchos de vosotros ya sabéis, si pedís la guía de Dios, recibiréis bendiciones de sabiduría, fortaleza y capacidad que no sabíais que teníais. Es posible organizarse de forma de no dejar de lado ni al empleador ni a la familia ni a los miembros de vuestro barrio.

¡Que Dios bendiga a los obispos de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días! Tal vez, de vez en cuando, os quejéis de lo abrumador de ese cargo, pero también conocéis el gozo de ese servicio. A pesar de ser difícil, sabéis que éste es el llamamiento más inspirador y remunerador que existe, y lo más importante que hayáis” hecho en la vida. Vosotros sabéis que tenéis la capacidad de moldear la vida de los jóvenes, el derecho de recomendar a los miembros para que salgan en una misión, la autoridad de abrirles las puertas del templo, de alimentar a los hambrientos, de vestir a los desnudos y ministrar a los afligidos; tenéis la obligación de enseñar, guiar e inspirar, el deber de juzgar con equidad y verdad y de hacerlo con amor, comprensión, caridad y fe. Le agradezco a Dios por vosotros. Le agradezco al Señor por todos los obispos buenos de esta Iglesia en todo el mundo. Oro por vosotros, por los 11.000 (1) obispos que tenemos. Os ruego que seáis fuertes. Os pido que seáis sinceros. Os pido que seáis firmes en vuestras propias vidas e inflexibles en las metas que fijéis para otros.

A pesar de tener días interminables y de muchas preocupaciones, ruego que descanséis plácidamente, y que en vuestros corazones encontréis la paz que proviene sólo de Dios y que reciben, por medio del servicio a sus hijos, los que le sirven a El.

Otra vez recuerdo al obispo de mi niñez. El estuvo presente cuando mi buen padre me dio un nombre y una bendición. El fue quien me entrevistó me encontró digno de ser bautizado en la Iglesia del Señor, el que me entrevistó y me encontró digno de ser ordenado diácono, el que me llamó como presidente del quórum de diáconos, el que presidió el quórum de presbíteros al que yo pertenecía, el que me recomendó al presidente de la estaca para que recibiera el Sacerdocio de Melquisedec, el que me recomendó al presidente de la Iglesia para que sirviera como misionero, el que me dio la bienvenida y el que firmó mi recomendación para casarme en la Casa del Señor.

Envejeció sirviendo a Dios y, cuando falleció, fue un honor para mí hablar en su funeral. Una congregación numerosísima llenaba la capilla donde él había servido por tanto tiempo. Hablé con el corazón del niño del que se había hecho amigo y ayudado. Hablé con el corazón del joven al que había guiado y aconsejado, y hablé con la experiencia de un adulto cuya vida él había bendecido de tantas formas.

Os doy mi testimonio de la autoridad y la bondad de los obispos de esta Iglesia. Rindo honores a los consejeros que los ayuden y a todos los que sirvan bajo su guía en los llamamientos que ellos os hayan hecho. Pido que las bendiciones del Señor os acompañen para que tengáis la fortaleza y la vitalidad necesarias para sobrellevar las cargas del día y para que tengáis la sabiduría que da Dios en las situaciones delicadas que debéis solucionar, para que tengáis un corazón generoso hacia los pobres, para que juzguéis, no como hombres sino con la sabiduría que proviene de los cielos, y para que con el paso de los años tengáis la gran satisfacción de saber que habéis rendido buen servicio a Dios al servir a Sus hijos.

Algún día seréis relevados y os pondréis tristes, pero sentiréis consuelo al recibir el agradecimiento de la gente. Ellos nunca os olvidarán, sino que os recordarán con aprecio por muchos años, porque vosotros estáis más cerca de ellos que cualquier otro oficial de la Iglesia. Se os ha llamado, ordenado y apartado como pastores del rebaño. Se os ha dado discernimiento, capacidad de juzgar y amor para bendecir a los miembros y, en el proceso, bendeciros a vosotros mismos.

Os doy testimonio de la naturaleza divina de vuestro llamamiento y de la manera magnífica en la que cumplís con él. Ruego que vuestros consejeros, vuestras esposas y vuestros hijos sean bendecidos a medida que vosotros servís a los hijos del Señor. Lo digo humildemente en el nombre de Jesucristo. Amén. •

Notas:
1.- Cantidad a octubre de 1988. En el 2021 había 31.315 obispos y presidentes de rama.

Mensaje dado por el presidente Gordon B. Hinckley en la Conferencia General de octubre de 1988

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