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¡Marchad!
Por el élder Sterling W. Sill
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La
Biblia es una de nuestras más importantes fuentes de ideas
para el éxito. Contiene un relato de las relaciones y convenios
entre Dios y los hombres, y nos ofrece una serie de interesantes
puntos de vista de gran ayuda.
Una de las partes más instructivas de la historia bíblica,
se relaciona con el viaje de los Israelitas hacia la Tierra Prometida.
Durante el largo período en que vivieron bajo la dominación
egipcia, ellos adquirieron muchas de las características
propias de los esclavos, pero el Señor les había prometido
convertirlos en un pueblo escogido y permitir que se gobernaran
a sí mismos en el fértil país que había
sido dado previamente a sus padres. Hay muchas cosas interesantes
que mencionar concerniente a ese viaje. Si el mismo hubiera sido
hecho por la ruta más directa, habría sido comparativamente
más corto, quizás no más de dos o trescientas
millas. No obstante, era necesario que atravesaran por dificultades
a fin de permitir el proceso de transformarse y prepararse para
asumir su nuevo papel como un pueblo libre, autónomo y devoto.
Como la mayoría de nosotros, los israelitas fueron aprendiendo
lentamente y en varias oportunidades no aprendieron nada. Como consecuencia,
fue preciso mantenerlos errando durante 40 años por el desierto
de Arabia. Frecuentemente desandaban tanto como avanzaban.
A los tres meses
de haber sido liberados de la esclavitud, acamparon al pie del Monte
Sinaí. El Señor llamó a Moisés a la
cumbre del monte y le dijo que quería establecer un convenio
con el pueblo escogido de Israel.
En verdad, Él les haría “un reino de sacerdotes,
y gente santa”. Moisés presentó entonces la
proposición del Señor a la congregación, y
todo el pueblo, a una voz respondió: “Todo lo que Jehová
ha dicho, haremos”. (Éxodo 19:8)
En consecuencia, Moisés regresó al monte donde, dentro
de un marco de rayos y relámpagos, Dios formalizó
el convenio mediante la entrega de las leyes por las cuales todas
estas bendiciones habrían de serles concedidas.
Pero los israelitas tuvieron dificultades en vivir conforme lo habían
prometido. Continuamente se estaban escurriendo hacia sus antiguas
costumbres como esclavos egipcios. Aún antes de que Moisés
volviera del monte, el pueblo congregado al pie del mismo había
fabricado un ídolo de oro en forma de becerro.
Esta
conducta fue típica en ellos a través de aquellos
cuarenta años de angustia y penuria que siguieron. Siempre
hubo entre ellos murmuraciones, disensiones y pecado. Muchos perdieron
sus vidas por causa de su desobediencia. Cuando finalmente arribaron
a destino, de los cientos de miles originales que habían
dejado Egipto cuarenta años antes, sólo dos hombres
habían sobrevivido y llegado a la Tierra Prometida. (Deuteronomio
1:36-39)
Al leer esta historia, uno queda impresionado ante el gran volumen
de fracasos entre este potencialmente escogido pueblo, aun teniendo
al Señor y a Moisés tratando de llevarles de la mano.
Es interesante reconocer que somos descendientes de este pueblo.
Es también interesante tratar de pensar en una época
en que el Señor no haya tenido gran dificultad en Su constante
empeño por elevar a Su pueblo. Aun
cuando vino a la tierra en persona, mil quinientos años después
de Moisés, tampoco Jesús obtuvo mejores resultados.
Muchas
vidas, entonces y ahora, han estado y están continuamente
caracterizándose por las cualidades negativas de los esclavos.
Constantemente se manifiestan el desaliento, las murmuraciones prejuiciosas
y la falta de voluntad para cooperar aun dentro de nuestros propios
intereses. Hay todavía muchas convicciones que somos incapaces
de administrar en forma apropiada.
Los israelitas tuvieron una experiencia interesante al comienzo
de su viaje. Inmediatamente después de su salida de Egipto,
encontraron su avance bloqueado por el Mar Rojo, mientras que una
horda de egipcios los perseguía desde la retaguardia. Sin
embargo, el Señor les había prometido protegerles
y aun mostrado Su poder en Egipto; pero así y todo, como
la mayoría de los esclavos, cayeron en la desesperación
ante el primer indicio de dificultades.
Perfilado este problema, ellos recriminaron a Moisés:
“¿No había sepulcros en Egipto, que nos
has sacado para que muramos en el desierto? ¿Por qué
has hecho así con nosotros, que nos has sacado de Egipto?
“¿No es esto lo que te hablamos en Egipto, diciendo:
Déjanos servir a los egipcios? Porque mejor nos fuera servir
a los egipcios, que morir nosotros en el desierto.”
(Éxodo 14:11-12)
¿Quién, sino un esclavo, podría pensar tan
negativamente y expresarse tan cínicamente ante alguien que
estaba tratando de ayudarle? Esto indicó que ellos mismos
no estaban bien seguros de lo que estaban haciendo. Cada vez que
surgía un problema, comenzaban a murmurar acerca de él
y de cuánto mejor habría sido si se les hubiera dejado
en la paz de la esclavitud, aun cuando su trabajo haya sido muy
desagradable y sus vidas rebajadas casi al mismo nivel que las bestias.
El Señor estaba tratando de cambiar esta situación
desfavorable, pero, como la mayoría de las gentes, ellos
preferían estar como estaban y, ante cualquier contrariedad
no vacilaban en elevar sus manos y decir al Señor, “¡Yo
lo sabía, yo lo sabía!”.
Una vez más, Jehová trató de alentarlos y llamando
a Moisés, le dijo:
“¿Por qué clamas a mí? Di a los hijos
de Israel que marchen.” (Exodo 14:15)
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El Señor ocasionalmente
nos provee un Mar Rojo que cruzar, a fin de ayudarnos a desarrollar
nuestra dedicación y nuestra capacidad para solucionar
los problemas. |
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En
otras palabras, Él manifestó: “¿Por qué
no tratáis de ayudaros un poco vosotros mismos? Sed más
agresivos. Creed en lo que estáis haciendo. Yo no puedo ayudar
tanto a quien primero no se ayuda a sí mismo”.
Mucho de lo que el Señor ha dicho a cada generación,
podría ser expresado con una sola palabra: “¡Marchad!”
Pensemos en lo que Él podría haber hecho con nuestros
antepasados o con nosotros mismos en sólo un año,
si nos paráramos sobre nuestros propios pies y fuéramos
a trabajar y a hacer las cosas exactamente en la forma en que lo
ha pedido.
Una de las más frecuentes actividades de los Israelitas parece
haber sido quejarse. Cuando el Señor les indicó lo
que debían hacer, aun en bien de sus propios intereses, ellos
le contestaron: “Déjanos que sirvamos a los egipcios.”
Particularmente, muchas veces no nos gusta que el Señor nos
moleste demasiado acerca de nuestro propio perfeccionamiento. Con
frecuencia, hasta pareciera que nos resiente Su intención
de introducir a alguno de nosotros en el reino celestial. Más
que nada, queremos estar solos. No estamos dispuestos a cruzar muchos
Mares Rojos, o a luchar contra muchos egipcios.
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Imaginemos
lo que habría pasado si se hubiera permitido a los israelitas
proceder conforme a sus propios antojos. En tal caso, ¿qué
habría sido de nosotros? Durante este período de la
marcha de Israel por el desierto, el Señor instituyó
la interesante costumbre de usar filacterias. Indicó a los
israelitas que escogieran algunas de sus más importantes
promesas y palabras divinas de las Escrituras, y grabándolas
en pequeños trozos de cuero, colocaran éstos sobre
sus frentes, alrededor de las muñecas o del cuello, donde
pudieran tenerlas siempre a la vista, en la esperanza de que así
podrían recordarlas. Fue algo similar a la costumbre actual
de atarse un hilo en el dedo índice para acordarse de algo.
En cuanto a la salvación de nuestras propias almas, tal como
a nuestros antepasados en el desierto, también debe sernos
a veces recordada, y he aquí por qué necesitamos tantos
directores, consejeros y maestros que continuamente nos repitan:
“¡Marchad!”
Cuando nuestros antepasados se encontraban sirviendo como esclavos
a los egipcios, debían trabajar bajo el látigo de
sus señores. Frecuentemente, cuando no eran productivos o
eficaces, se les castigaba. Resulta interesante reconocer que esto
era lo que Satanás propuso en el concilio de los cielos.
Fue suya la idea de utilizar la fuerza y la compulsión para
rescatar a la raza humana. Muchas veces consentimos con esta idea,
pero no nos gusta cuando es el Señor quien nos insta al progreso.
Cuando es Él quien nos urge, no es extraño que nos
salgamos de la huella. Pero el Señor ha dicho: “…Los
que no quieran soportar la disciplina, antes me niegan, no pueden
ser santificados.” (DyC 101:5)
La solución de la mayoría de nuestros problemas consiste
en hacer lo que el Señor nos ha indicado y desarrollar una
reserva mayor de aquel tipo de virtudes que los hombres libres aprovechan
para avanzar, tales como la iniciativa, el trabajo, el valor, el
empeño y la autodisciplina. En nuestros programas necesitamos
más movimientos positivos y no tanto detenimiento, deslizamiento
o retroceso.
Resulta ciertamente difícil probar nuestras propias fuerzas
de carácter o voluntad, hasta que no nos topamos con algún
problema. Por eso es que el Señor ocasionalmente nos provee
un Mar Rojo que cruzar, a fin de ayudarnos a desarrollar nuestra
dedicación y nuestra capacidad para solucionar los problemas.
Es necesario que aprendamos a contestar la mayoría de nuestras
propias oraciones mediante el cultivo de un poco más de energía,
vitalidad y entusiasmo por lo que estamos haciendo, y de la habilidad
para franquear cada Mar Rojo que encontremos, sin tener que hacer
toda una escena ante el Señor.
Todos sabemos que la disciplina, la capacitación, el valor
y el ser industriosos son aspectos importantes para el éxito
de los deportistas y soldados. La sociedad está constantemente
tratando de enseñar a sus postulantes en las artes comerciales
y profesionales, a fin de cultivar y utilizar sus talentos. También
en la Iglesia necesitamos aprender a desplegar al máximo
nuestra capacidad. Algunas veces tendemos a corrompernos con la
antigua doctrina sectaria de las perversiones y debilidades naturales
del hombre. Un escritor dijo: “Sólo soy un gusano indino”.
Eso no es, precisamente, lo que el gran Dios del universo quiere
que sus hijos sean. Él continuamente nos dice: “¡Poneos
sobre vuestros pies y marchad!”
Hace un tiempo escuché a un hombre hablar en una conferencia
de estaca, dedicando la mayor parte de su tiempo a hablar de sus
debilidades, sus muchas imperfecciones y su falta de preparación.
Aunque no lo estuviera diciendo, sus muchos y lastimosos problemas
personales habían sido demasiado evidentes en cada cosa que
hacía. El mismo se consideraba “absolutamente impotente”.
Pero no ha sido la intención del Señor que lo fuera.
Dios lo había dotado de Sus propios atributos, diciéndole
entonces: “¡Sé fuerte. Marcha. Sé perfecto!”
Nosotros somos hijos de Dios y Él quiere que lleguemos a
ser perfectos, no que nos arrastremos en el polvo.
A medida que mi amigo parecía estar jactándose inconscientemente
de sus propios sentimientos de debilidad e indignidad, me pareció
oír nuevamente la voz del señor diciendo: “¿Por
qué clamas a mí? Di a los hijos de Israel que marchen.”
Y Él no significó que debíamos avanzar arrastrándonos
como lisiados o como esclavos, desprevenidos y desinteresados en
nuestro propio progreso. Quiere que avancemos como herederos de
Su omnipotencia. Nos ha dicho que no debiéramos esperar que
se nos mande, sino proceder conforme a nuestra propia voluntad,
a fin de alcanzar la gloria y la justicia con nuestras propias fuerzas.
Debemos alejarnos de la inútil doctrina de la debilidad humana.
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Dios
no nos ha creado débiles, pecaminosos o incapacitados. No
hay nada depravado o débil en el hombre creado por el Todopoderoso,
a menos que uno se abandone a sí mismo. Cuando nosotros defraudamos
nuestras propias posibilidades, no hacemos sino desacreditar a nuestro
Creador. La debilidad sólo se manifiesta cuando ponemos nuestras
capacidades en cabestrillo, como si fuera un brazo roto, y entonces
nos dedicamos a hablar acerca de nuestra imperfección y le
pedimos al Señor que haga el trabajo por nosotros. Tendríamos
mayor fuerza si en nuestras oraciones al señor incluyéramos
la súplica que nos permita hacer Su trabajo, en vez de estar
siempre pidiéndole que Él haga el nuestro. La Escritura
nos alienta con estas palabras: “Vamos adelante a la perfección.”
(Hebreos 6:1) El Señor no quiere que pasemos toda nuestra
vida en el primer grado.
Las cualidades propias de los esclavos, tales como el temor, la
murmuración, la ignorancia, la inferioridad y la incredulidad,
se manifiestan y reaccionan como si fueran un reloj automático.
La “cuerda” de su autonomía, se enrosca a medida
que su propio movimiento se produce. Cuanto más indulgentemente
las permitimos, mayor fuerza adquieren y más nos tiranizan.
Cuanto más larga es nuestra esclavitud, más nos contentamos
con nuestra suerte.
Los esclavos nunca logran superarse porque están acostumbrados
a moverse sólo bajo el rigor del látigo. Un esclavo
es un subalterno. Cuando está solo, nada hace y entra en
actividad ante el aguijoneo del látigo de su señor.
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Napoleón
dijo entonces:
“Yo venceré los Alpes” |
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En
cuanto a nosotros mismos, meditemos hasta que punto debemos depender
de otros, aun tratándose de nuestra asistencia a la Iglesia.
Frecuentemente dependemos de nuestras esposas para vitalizar nuestra
fe. Dependemos de nuestro obispo o presidente de rama y de los maestros
orientadores, quienes continuamente están alentándonos
a alcanzar el reino celestial. Dependemos del Señor para
hacer el bien y hasta para fortalecer nuestro carácter y
franquear nuestros Mares Rojos.
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“Di
a los hijos de Israel que marchen.” |
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Mucha gente
depende de los médicos para curarse del alcoholismo o de
algún otro resultado de sus pecados.
No debemos
permitir que nuestras cualidades de esclavos determinen nuestra
personalidad, porque ellas podrían llegar a dominar nuestras
vidas con temible violencia.
Napoleón tuvo una vez un obstáculo que salvar. Quería
invadir Italia con su ejército, pero los Alpes se interponían
en sus planes. Napoleón dijo entonces: “Yo venceré
los Alpes”, y construyó caminos a través de
sus desfiladeros hasta que el camino entre Italia y París
quedó tan abierto como el de entre la capital francesa
y cualquier otra ciudad del país. En sólo cuatro
meses, Napoleón pudo introducir, a través de los
Alpes, su infantería, su caballería y todo su cargamento
en Italia, arribando de esta manera al destino propuesto.
Nosotros necesitamos un poco más de ese espíritu
proactivo en nuestro trabajo en la Iglesia. El hombre ha aprendido
a aplastar el átomo.
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Ahora
necesitamos aplastar la inercia, la ociosidad, la indeferencia,
la indecisión, el letargo, la pereza, el pecado, la ignorancia
y el temor, a fin de que podamos superar nuestros Mares Rojos, nuestros
Mares Muertos, y entrar en la tierra prometida. El Señor
ya dio la fórmula a nuestros antepasados, cuando dijo a Moisés:
“Di a los hijos de Israel que marchen.” |
Artículo publicado
en la Liahona de febrero de 1963 |
Estilo SUD, 20 diciembre
2008 |
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