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Mis
pecados prevalecen sobre mí
Por el élder Sterling W. Sill
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El
tercer versículo del Salmo 65 dice: “Las iniquidades
prevalecen contra mí”.
Hace algunos años Harry Emerson Fosdick escribió un
artículo con el título de “Obediencia”,
en el cual llamó la atención a poder destructor que
el pecado ejerce en las vidas de la gente. Luego de citar el versículo
anterior, indicó algunas de las fuentes de donde proviene
la potencia del pecado.
El problema principal del género humano es el pecado. Es
el obstáculo que estorba el camino de casi todo éxito
y felicidad humanos. Por consiguiente, considerándolo desde
el punto de vista que sea, incluso el de nuestra propia experiencia,
merece nuestra consideración más seria.
El pecado es una palabra antiquísima. Para muchas personas
es algo sumamente desgastado que carece de la mayor parte de su
dentadura. Hay algunos que lo dejan pasar completamente inadvertido.
Para otros, se ha puesto de moda negar del todo la existencia del
pecado. Sin embargo, el pecado no acompaña su nombre al destierro;
ni deja de existir porque se hace caso omiso de él. Los que
cierran sus ojos para no reconocer su existencia probablemente llegan
a ser menos competentes para encararse son él, que aquellos
que reconocen el problema y continúan combatiendo sus causas.
Tenemos toda razón para temer nuestros pecados, porque tienen
gran potestad sobre nosotros y en su triunfo podemos ver la ruina
de cada una de nuestras esperanzas.
El problema más grande de nuestras vidas y la responsabilidad
mayor de los directores, es la eliminación del pecado. Nuestro
cuidado principal y el sitio donde debía empezar nuestro
ataque estriban en nosotros mismos.
Para nuestro beneficio, pues, debemos buscar la fuente de la potencia
de nuestros pecados, porque en la victoria sobre el pecado hallamos
nuestra única esperanza de una felicidad permanente.
Según las palabras de las Escrituras: |
1.-
“Mis pecados prevalecen sobre mí” por motivo de
su fuerza para ligar. |
Si
se le da rienda suelta, el pecado tiene la facultad para convertirse
en hábito, del cual es difícil soltarse. El hábito
es de mayor importancia en la determinación de nuestro destino
que casi cualquier otra influencia. A fin de que aprendamos a respetar
la fuerza de un hábito, procuremos en alguna ocasión
dejar uno de ellos, aun de los más pequeños.
Como ilustración de la potencia de un hábito o pecado
para aferrarse, se dice que uno de los pueblos antiguos tenía
una forma singular de castigar el crimen. Si uno cometía
asesinato, su castigo consistía en ser encadenado con el
cuerpo de su víctima. Dondequiera que fuese, de allí
en adelante, tenía que arrastrar el cuerpo putrefacto de
su delito.No había posibilidad de que se libertara de los
resultados de su maldad.
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El pecado
es el obstáculo que estorba el camino de
casi todo éxito y felicidad humanos |
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Si decidía matar de nuevo, se le agregaba otro cuerpo muerto
a su carga opresiva, el cual también tenía que arrastrar
consigo a todo lugar que fuese, de allí en adelante. Por
terrible que nos parezca este castigo, la vida tiene un plan de
retribución muy semejante.
En cierto respecto siempre nos hallamos encadenados con nuestros
pecados. Parece haber un gran poder de retribución que constantemente
vigila en todo el mundo a fin de cuidar que ningún pecado
quede sin castigo.
El castigo del que desobedece la ley de la templanza es una sed
exigente y destructiva que lo impele cada vez más por el
camino de la desesperación.
Todos han visto los lamentables esfuerzos de un pobre alcohólico
que trata de librarse del monstruo que se ha asido a él.
El castigo del que no estudia consiste en ser encadenado con la
ignorancia, y dondequiera que va, de allí en adelante, debe
arrastrar su ignorancia consigo. Mientras se halle entre sus garras,
no puede encontrar alivio ni aun por un instante, y no puede haber
salvación en la ignorancia. Hemos visto vidas patéticas,
abrumadas por su pesada carga de ignorancia, arrastrando por la
vida este desagradable yugo destructivo.
El castigo del que practica la inmoralidad es que el pecado encarna
en su alma y lo deja cicatrizado y desfigurado con su asquerosa
presencia. La misma cosa sucede con la falta de honradez, con la
pereza, con la disposición incorrecta de ánimo y pensamientos
negativos. Probablemente el apóstol Pablo se estaba refiriendo
a esta costumbre antigua de ser encadenados con el cuerpo cuando
exclamó: “¡Miserable de mí!¿quién
me librará de este cuerpo de muerte?” (Romanos
7:24)
El que comete el pecado es semejante al que salta por la ventana
desde un piso alto. Si el acto consistiera solamente en saltar,
su problema se resolvería fácilmente; más cuando
ha saltado por la ventana y empieza a funcionar la ley de gravedad,
se encuentra luchando con una fuerzo sobre la cual no tiene ningún
dominio. Fue el amo absoluto de su primer acto, pero no del poder
de la gravedad que inmediatamente siguió.
Muchas personas alegremente juegan con el pecado, suponiendo que
los actos separados que pueden cometer, constituyen su problema
total. Pero los pensamientos se desarrollan en hechos; los hechos
se tornan en hábitos; los hábitos maduran en carácter
y el carácter determina nuestro destino.
Es cierto que cometemos los pecados separadamente, pero nuestro
eterno destino tendrá que encararse con el “poder cautivador”
del pecado.
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2.-
Mis pecados prevalecen sobre mí” por motivo de su poder
para cegar. |
Nunca
uno ve su propio pecado debidamente. Ninguno puede calcular correctamente
las consecuencias de sus propias maldades. Cuando empieza, el pecado
siempre viene disfrazado. Al principio se hace llamar por cualquier
otro nombre, por ejemplo, la libertad; pero todo aquel que ha aceptado
esta oferta de libertad del pecado, pronto descubre que ha sido engañado.
Uno empieza siendo libre para hacer lo malo, libre para satisfacer
sus gustos más bajos; pero termina incapacitado para cesar
aquello. Habiendo empezado, se halla esclavizado, atado por las cosas
que al principio tenía la libertad de hacer.
El Dr. Fosdick dice: “Se hallaba en libertad para jugar con
un pulpo; pero ahora que se encuentra envuelto por sus largos brazos
y sujetado por sus ventosas, ha perdido la libertad para apartarse.”
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La potencia del pecado para cegar, ofusca la visión. Los ojos
que en esta forma han sido pervertidos, difícilmente puedan
volver a ser enfocados para ver clara o rectamente. Es casi imposible
admitir que nuestros propios hechos sean tan negros como cuando el
mismo hecho es cometido por un reo.
Una de las cosas más difíciles que la gente tiene que
aprender a decir es: “He pecado”.
Solemos considerar nuestros propios pecados como “experiencia”.
Los llamamos “mala conducta” o “errores”.
En esta forma cegamos nuestros propios ojos e impedimos que nos demos
cuenta de la enfermedad interna que constantemente crece cada vez
más, hasta que nos destruye.
El pecado siempre nos coloca en posición tal que nuestras ofensas
quedan ocultas de nuestra vista. Se vale da tantos alias y disfraces,
que uno raras veces se reconoce a sí mismo como el reo. Más
imposible aún es imaginar que al fin uno mismo se perderá.
El pecado, en los barrios pobres, nos parece terrible; se tambalea
y blasfema y se entrega a vicios nefandos.
Sin embargo, mudémoslo a una vecindad más respetable,
vistámoslo con buen gusto y elegancia, y lo veremos danzar
delante de nosotros como Salomé en presencia de su tío,
con una fascinación tan irresistible que nuestra felicidad
parece depender de ello. Pero la atracción es sólo para
incitar nuestra expectación. Una vez que somos vencidos, el
pecado cambia rápidamente de ropa y altera su porte. De expectación
pasa a la memoria por medio de la comisión, y nunca más
volverá a tener la misma hermosura. Entonces lo encerramos
en la memoria, como en el cuarto oculto del palacio de Barba Azul,
donde se guardaban las cosas muertas.
Cuando pensamos en el pecado que se halla en nuestra memoria nos estremecemos,
y sin embargo, nuestros recuerdos continuamente están volviendo
a él. |
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“Se
hallaba en libertad para jugar
con un pulpo; pero ahora que se encuentra envuelto por sus
largos brazos y sujetado por sus ventosas, ha perdido la libertad
para apartarse" |
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3.-
“Mis pecados prevalecen sobre mí” porque son más
contagiosos que una enfermedad. |
Cuando
queremos a la gente, como queremos a nuestra familia y amigos, ponemos
en sus manos una influencia casi irresistible sobre nosotros. Correspondemos
a sus palabras y emociones con velocidad telegráfica. Lo que
a ellos les sucede tiende a sucedernos a nosotros. Lo que ellos piensan
y sienten, nosotros contagiosamente recibimos. Cuando se trata de
sus opiniones y prácticas, nos tornamos sensibles e impresionables
en extremo. En casi todos los hechos de nuestra vida, meramente estamos
siguiendo a otra persona. Cuando Satanás se rebeló en
los cielos, la tercera parte de todas las huestes celestiales lo siguieron.
El pecado hace que los hombres sean iguales a Satanás. Nadie
va por el ancho camino del pecado a solas. Cada cual marcha a la cabeza
de alguna especia de caravana. Cuando uno se convierte en pecador,
inmediatamente empieza a seducir a sus semejantes. Ninguno de los
que usa narcóticos o profanan el nombre de Dios o quebrantan
el día de reposo, está conforme hasta que ha convertido
a su compañero a sus vicios. El pecado más grande del
hombre no es el de ser víctima, sino en buscarlas. Se convierte
en Satanás para otros. |
4.-
“Mis pecados prevalecen sobre mí” por motivo de
su potencia para empedernir. |
El
pecado hace insensible el alma; aparta los pensamientos de Dios. El
corazón endurecido carece de la tierra en la cual puede brotar
la semilla de la fe y la justicia. Uno de los rasgos que tornan la
salvación en cosa difícil de lograr, es un corazón
duro. El Salmista cantó: “No endurezcáis vuestro
corazón.” (Salmos 95:8)
El apóstol Pablo repitió la misma amonestación;
“No endurezcáis vuestros corazones.” (Hebreos 3:8)
Convendría que también nosotros levantásemos
la voz para desterrar el pecado y de esta manera librarnos de su potencia
para endurecer. |
5.-
“Mis pecados prevalecen sobre mí” porque traen
sobre otras personas las consecuencias irremediables de la maldad. |
Ningún
hombre ha podido edificar jamás un muro de suficiente altura
para contener las consecuencias del pecado. Los pecados de los padres
tienen implicancia sobre los hijos. Las maldades de los hijos también
afectan a sus padres y sus compañeros. |
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Cada pecado
desova otros pecados,
como los peces del mar |
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Una vez desatado el pecado, ya no puede sujetarse; surte sus efectos
en todos nosotros; no podemos alcanzarlo; no podemos reparar el
daño. El gobernador podrá perdonar a un asesino, pero
no puede restaurar una vida. Dios puede perdonarnos nuestros pecados,
pero ¿cómo puede perdonar sus consecuencias, o cómo
puede perdonarnos nuestra ignorancia, nuestra desidia, la influencia
que ejercemos en las vidas de los demás? |
6.–
“Mis pecados prevalecen sobre mí” por motivo de
su potencia para multiplicarse.
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Cada pecado desova
otros pecados, como los peces del mar. Una mentira necesita otra mentira
para sostenerse. Un hombre puede conducir a una familia o nación
a la ruina y la destrucción. Lamán y Lemuel destruyeron
una civilización porque tenían en su carácter
las semillas del pecado y la muerte, las cuales pronto se multiplicaron
en número suficiente para matar un continente entero. |
7.-
“Mis pecados prevalecen sobre mí” porque inculcan
en mí una sensación de culpabilidad que no puede borrarse.
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El
pecado tiene la facultad para grabarse en la memoria y encarnar en
el alma, de donde no es fácil desalojarlo. El pecado permanece
en nuestros corazones para afear y enfermar nuestras vidas. |
|
Debemos
podar los retoños del pecado y alentar el desarrollo
de la santidad y la comunicación con Dios, como el
principio que encauza nuestras vidas. |
|
Cuando
suenan las campanas de las boyas flotantes en el océano solitario,
ninguna mano humana las hace repicar. La desolación de un océano
inhabitado las rodea por todos lados. El mar, a causa de su propia
inquietud, tañe sus propias campanas. En igual manera, el remordimiento
y la culpabilidad repican en el corazón de los condenados,
y ninguna mano humana puede hacerlos callar, por los siglos de los
siglos. Así es como se manifestará ese “tormento
sin fin cuyas llamas ascienden para siempre jamás”, a
menos que haya un arrepentimiento sincero.
Debemos quebrantar la potencia del pecado en nuestras vidas, tanto
por la reforma, como por la eliminación. El mejor de estos
métodos es la eliminación. La cosa más deseable
no es la bienvenida del pródigo. Es mucho mejor que la persona
conserve limpio su carácter obedeciendo la ley más alta
que conoce, a fin de que nunca tenga la difícil y acerba lucha
de intentar regenerarse. Debemos podar los retoños del pecado
y alentar el desarrollo de la santidad y la comunicación con
Dios, como el principio que encauza nuestras vidas.
Entonces podremos desarrollar nuestra potencia y llegar a ser más
poderosos que las fuerzas del pecado cuyo propósito es vencernos.
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Artículo publicado
en la Liahona de mayo de 1961 |
Estilo SUD, 31 enero
2009 |
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