Obediencia, Sacrificio y
Consagración

Por el élder Bruce R. Mc.Conkie (1915 - 1985)

He solicitado y ahora busco la guía del Espíritu “Santo para poder hablar llana y persuasivamente acerca de dos de las doctrinas que coronan el evangelio.
Nosotros somos el pueblo del Señor, sus santos, aquellos a quienes Él a dado mucho y de quienes Él espera también mucho (DyC 82:3). Conocemos los términos y condiciones del plan de salvación; cómo murió Cristo por nuestros pecados y qué debemos hacer para obtener las bendiciones completas de su sacrificio expiatorio.
Hemos hecho convenios en las aguas del bautismo de amarle y servirle, de guardar sus mandamientos y poner, en primer lugar en nuestras vidas, las cosas de su reino. A cambio, Él nos ha prometido vida eterna en el reino de su Padre, por ello nos encontramos en una posición de recibir y obedecer algunas de las más altas leyes que nos preparan para obtener esa vida eterna que tan vehemente buscamos.
De acuerdo con ello, hablaré de algunos de los principios de sacrificio y consagración a los cuales los verdaderos santos deben sujetarse si verdaderamente desean ir a donde Dios y Cristo están, y obtener una herencia con los fieles santos de edades pasadas.
Está escrito. “Por que el que no es capaz de obedecer la ley de un reino celestial, no puede sufrir una gloria celestial” (DyC. 88:22).
La ley de sacrificio es una ley celestial y así también es la ley de consagración. Por lo tanto, para obtener esa recompensa celestial que tan devotamente deseamos, debemos ser capaces de vivir estas dos leyes.
El sacrificio y la consagración están inseparablemente entrelazados. La ley de consagración nos guía para que consagremos nuestro tiempo, nuestros talentos, nuestro dinero y propiedades, a la causa de la Iglesia; todo ello debe estar disponible hasta donde sea necesario para aumentar los intereses del Señor en la tierra.
La ley de sacrificio nos encausa hasta estar dispuestos a sacrificar todo lo que tenemos a favor de la verdad; nuestro carácter y reputación, nuestro honor y nuestro aplauso, nuestro buen nombre entre los hombres, nuestras casas, nuestras tierras y familias; todo; aun nuestra vida misma si necesario fuere.
José Smith dijo: “Una religión que no requiere el sacrificio de todas las cosas, nunca tiene el poder suficiente con el cual producir la fe necesaria para llevarnos a vida y salvación” (Lectures on faith, pág. 58).
No siempre somos llamados para servir por completo la ley de consagración y dar todo nuestro tiempo, nuestros talentos y nuestros medios para la edificación del reino terrenal del Señor.
Pocos somos llamados para sacrificar gran parte de lo que poseemos y, por momentos, hay solamente algún mártir ocasional en la causa de la religión revelada.
Pero lo que el relato nos enseña es que para ganar la salvación celestial debemos ser capaces de vivir totalmente estas leyes, si somos llamados para hacerlo. Ligada a esto, está la realidad de que debemos, de hecho, vivir esas leyes hasta el grado de que seamos llamados.
Por ejemplo, ¿cómo podemos establecer nuestra capacidad de vivir toda la ley de consagración, si de hecho, no pagamos un diezmo justo? o ¿cómo podremos probar nuestra buena voluntad de sacrificar todas las cosas, si fuere necesario, siendo que nunca tenemos ni la más pequeña privación de tiempo, labor, dineros u otros medios, que ahora nos llaman a sacrificar?
Siendo joven y sirviendo en la dirección de mi obispado, llamé a un hombre rico y lo invité a contribuir con mil dólares para el fondo de construcción. El rechazó la invitación, pero dijo que deseaba ayudar y que si hiciéramos una comida en el barrio y el cubierto costara cinco dólares, él tomaría dos boletos. Más o menos diez días después, este hombre murió inesperadamente de un ataque al corazón y me pregunto desde entonces acerca del destino que tendrá su alma.
No hubo alguien que dijo: “Mirad, y guardaos de toda avaricia, porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee.” No dijo esa misma persona en una parábola: “La heredad de un hombre rico había producido mucho. Y él pensaba dentro de sí, diciendo: ¿Qué haré, porque no tengo dónde guardar mis frutos? Y dijo: Esto hará: derribaré mis graneros y los edificaré mayores, y allí guardaré todos mis frutos y mis bienes; y diré a mi alma: alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma, y lo que has provisto ¿de quién será? Y entonces concluyó el asunto diciendo: Así es el que hace para sí tesoros, y no es rico para con Dios” (Lucas 12:15-21).
Cuando el profeta Gad mandó a David construir un altar y ofrecer sacrificios en una propiedad perteneciente a cierto individuo; ese hombre ofreció proveer la tierra, el buey y todo lo necesario para el sacrificio sin costo alguno. Pero David dijo: “No, sino que por precio te lo compraré; porque no ofreceré a Jehová mi Dios holocaustos que no me cuesten nada” (2 Samuel 24:24).
Cuando el sacrificio que debemos hacer es pequeño, el tesoro puesto en el cielo es pequeño también. La pequeña moneda de la viuda, dada en sacrificio pesa mucho más en la balanza eterna, que en abultados graneros del hombre rico. (Marcos 12:41-44). Vino a Jesús en cierta ocasión, un joven rico que preguntó: “¿Qué bien haré para tener la vida eterna?”
La respuesta de nuestro Señor fue aquella dada por todos los profetas de todas las edades: “...si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos.”
La siguiente pregunta fue: “¿Cuáles?” Y Jesús dijo: No matarás. No adulterarás. No hurtarás. No dirás falso testimonio. Honra a tu padre y a tu madre; y, amarás a tu prójimo como a ti mismo.”
Entonces vino la respuesta con una pregunta; porque el joven era una buena persona, un hombre fiel, uno que buscaba la rectitud: “Todo eso lo he guardado desde mi juventud. ¿Qué más me falta?”
Podríamos muy bien preguntar: “¿No es suficiente con guardar los mandamientos? ¿Qué más se espera de nosotros que ser fieles y verdaderos en toda confianza? ¿Hay algo más que la ley de la obediencia?”
En el caso de nuestro rico y joven amigo había algo más. De él se esperaba que viviera la ley de consagración, que sacrificara sus bienes terrenales, pues la respuesta de Jesús fue: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás tesoros en el cielo; y ven y sígueme.”
Como se sabe, el joven se fue muy triste, “porque tenía muchas posesiones” (Mateo 19:16-22). Y a nosotros nos queda preguntar, ¿qué intimidades podría haber compartido con el Hijo de Dios, qué compañerismo pudo haber gozado con los apóstoles, qué visiones y revelaciones pudo haber recibido, si hubiera sido capaz de vivir la ley de un reino celestial?. Pero así sucedió y él permanece sin nombre; ¡y pensar que pudo haberse tenido por siempre en honorable remembranza entre los santos!
Ahora, yo pienso, está perfectamente claro que el Señor espera mucho más de nosotros de lo que veces rendimos. Pero nosotros no somos como otros hombres. ¡Somos los santos de Dios y tenemos las revelaciones del cielo! “A quién mucho se da, mucho se requiere.” (DyC 82:3).
Nosotros debemos poner primeramente en nuestras vidas las cosas de su reino. Se nos ha mandado vivir en armonía con las leyes de Dios, guardar todos sus mandamientos, sacrificar todas las cosas si fuere necesario en honor de su nombre, conformarnos a los términos y condiciones de la ley de consagración.
Hemos hecho convenio de hacerlo así, solemnes, sagrados, santos convenios, comprometiéndonos ante dioses y ángeles.
Estamos bajo convenio de vivir la ley de obediencia.
Estamos bajo convenio de vivir la ley de sacrificio.
Estamos bajo convenio de vivir la ley de consagración.
Con esto en mente, escuchad estas palabras del Señor: “Pues si queréis que os dé un lugar en el mundo celestial, es preciso que os preparéis, haciendo lo que os he mandado y requerido” (DyC 78:7).
Es nuestro privilegio consagrar nuestro tiempo, talentos y medios para edificar su reino. Todos somos llamados al sacrificio de una u otra manera, para el avance de su obra. La obediencia es esencial para la salvación; como también lo es el servicio, la consagración y el sacrificio.
Es un privilegio levantar la voz de alerta a nuestros vecinos, ir a las misiones y ofrecer las verdades de salvación a los demás hijos de nuestro Padre por todas partes. Podemos responder al llamado para servir como obispos, como presidentas de la sociedad de socorro, como maestros orientadores, y en cualquiera de los cientos de posiciones de responsabilidad en las varias organizaciones de la Iglesia. Podemos trabajar en proyectos de bienestar, comprometernos en investigaciones genealógicas, y efectuar la obra vicaria en el templo.
Podemos pagar un diezmo justo y contribuir con nuestras ofrendas de ayuno, presupuesto de bienestar, fondo misional y de construcción. Podemos donar porciones de nuestras posesiones y legar nuestras propiedades a la Iglesia, preparando nuestro testamento antes de morir.
Podemos consagrar una parte de nuestro tiempo al estudio sistemático, para llegar a ser sabios en el evangelio, para atesorar las verdades reveladas, que nos guían en sendas de verdad y de justicia. Y el hecho de que los fieles miembros de la Iglesia hacen todas estas cosas, es una de las grandes evidencias de la divinidad de la obra. ¿En qué otra parte la generalidad de los miembros de cualquier iglesia pagan un diezmo completo? ¿Dónde hay un pueblo cuya congregación tiene uno, dos y hasta un tres por ciento de sus miembros fuera, en misión voluntaria y pagada por ellos mismos todo el tiempo? ¿Dónde hay un pueblo que como unidad, construya templos, u opere proyectos de bienestar como nosotros? ¿Y dónde hay tanta administración y tanta enseñanza sin sueldos?
En la Iglesia verdadera, nosotros, ni predicamos por sueldo ni trabajamos por dinero. Seguimos el modelo de Pablo y damos el evangelio de Cristo gratuitamente, de modo que no abusamos ni hacemos mal uso del poder que el Señor nos ha dado. Libremente hemos recibido y libremente damos, pues la salvación es gratuita. Todo el que tiene sed está invitado a venir y beber de las aguas de la vida, a comprar maíz y el fruto de la vida sin dinero y sin precio.
Todo nuestro servicio en el reino de Dios es predicado sobre su eterna ley que establece: “...el obrero en Sión, trabajará para Sión, porque si trabajare por dinero, perecerá” (2 Nefi 26:31).
Sabemos perfectamente bien que “el obrero es digno de su salario” (Lucas 10:7). y aquellos que dedican todo su tiempo para la edificación del reino, deben ser provistos con alimentos, vestidos, alojamiento y lo necesario para la vida. Tenemos que emplear maestros en nuestras escuelas, arquitectos para diseñar nuestros templos, contratistas para construir nuestras sinagogas y directores para operar nuestros negocios. Pero estos así empleados, junto con todos los miembros de la Iglesia, participan también en una base voluntaria para aumentar de otra manera la obra del Señor. Los presidentes de banco trabajan en proyectos de bienestar, los arquitectos dejan sus mesas de dibujo para salir en misiones, los contratistas dejan sus herramientas para servir como obispos o maestros orientadores. Los abogados ponen a un lado sus libros de leyes y el código civil para actuar como guías en la Manzana del Templo. Los maestros dejan su salón de clases para visitar a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones. Los músicos que se ganan la vida con su arte, voluntariamente dirigen los coros y tocan en las reuniones de la Iglesia. Artistas que pintan profesionalmente, tienen gusto en proporcionar sus servicios voluntaria y gratuitamente.
Pero la obra del reino tiene que seguir adelante y los miembros de la Iglesia son y deben ser llamados para llevar estas cargas. Esta es la obra del Señor y no la de los hombres. Él es quien nos manda a predicar el evangelio en todo el mundo, no importa el costo; es su voz la que decreta la construcción de templos, cualquiera que sea su costo. Él es quien nos recomienda el cuidado de los pobres entre nosotros, cualquiera que sea el costo para que sus lamentos no lleguen hasta su trono como un testimonio en contra de aquellos que deberían alimentar al hambriento y vestir al desnudo, y no lo hicieron.
Y podría decir también por vía de doctrina y de testimonio, que es su voz la que nos invita a consagrar nuestro tiempo, nuestros talentos, y nuestros medios, para llevar a cabo su obra. Es su voz la que llama para el servicio y el sacrificio. Esta es su obra. Él está al timón, para guiar el destino de su reino.
Y todo miembro de su Iglesia tiene esta promesa: que si permanece fiel y verídico, obedeciendo, sirviendo, consagrando, sacrificando, como lo requiere el evangelio, será recompensado en la eternidad mil veces más y tendrá vida eterna. ¿Que más podríamos pedir?
Mensaje publicado en Ensign, mayo de 1975, pág. 50

 

Estilo SUD, 05 de junio de 2010
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