Sólo un maestro
por el Pte. Thomas S. Monson

Frecuentemente se escucha la expresión: “Los tiempos han cambiado”... y tal vez sea así. Nuestra generación ha presenciado enormes avances en la medicina, los medios de transporte, las comunicaciones, la exploración, para citar unos pocos. Sin embargo, existen apartadas islas de la continuidad en medio del vasto océano del cambio. Por ejemplo, los niños todavía son niños y todavía hacen las mismas pueriles ostentaciones.
Hace algún tiempo alcancé a escuchar por casualidad lo que estoy seguro es una conversación frecuentemente repetida. Tres niños pequeños discutían en cuanto a las relativas virtudes de sus padres. Uno de ellos dijo: “Mi papá es más grande que el tuyo”, a los cual el otro replicó: “Sí, pero mi papá es más inteligente que el tuyo”. El tercer niño contraatacó: “Mi papá es doctor”, y entonces, volviéndose a uno de los otros dos, le dijo con mofa: “Y tu papá es sólo un maestro”.
El llamado de una de las madres terminó con la conversación, pero estas últimas palabras siguieron haciendo eco en mis oídos: “Sólo un maestro”.

Un día, esos pequeños llegarán a apreciar el verdadero valor de los maestros inspirados y reconocerán con sincera gratitud las huellas indelebles que ellos habrán dejado en su vida personal.
“El maestro”, como observó Henry Brook Adams, “afecta la eternidad y no se puede apreciar dónde termina su influencia.”
Esta verdad atañe a todos nuestros maestros: primero, al maestro en el hogar; segundo, al maestro en la escuela; tercero, al maestro en la Iglesia.
Quizás la maestra que tanto como vosotros como yo recordemos más sea aquella que ejerció mayor influencia sobre nosotros; puede no haber usado pizarra alguna ni poseído ningún título universitario, pero sus lecciones fueron perdurables y su interés sincero. Sí, me refiero a la madre; y a renglón seguido incluyo también al padre. En realidad, ambos son maestros.

Si los padres llegasen a necesitar más inspiración para comenzar la tarea que Dios les ha encomendado de enseñar a sus hijos, que recuerden que la más potente combinación de emociones del mundo no se pone de manifiesto mediante ningún gran acontecimiento cósmico ni se encuentra en novelas ni en textos históricos, sino simplemente en la mirada de los padres que contemplan al hijo dormido. “Creado a la imagen de Dios”, este glorioso pasaje bíblico adquiere un nuevo y vibrante significado cuando los padres repiten esa experiencia.
El hogar se convierte en un rinconcito llamado cielo en el que padres cariñosos enseñan a sus hijos a “orar y a andar rectamente delante del Señor” (DyC 68:28). Estos padres no pueden corresponder jamás a la descripción “sólo un maestro”.
Consideremos, seguidamente, al maestro de escuela. Inevitablemente llega la alborada de aquel lloroso día en que el hogar cede parte de su tiempo de enseñanza al salón de clases. Juanito y Estela se unen al feliz grupo que todos los días recorre el camino entre la casa y la escuela. Allí nuestros hijos descubren un nuevo mundo, pues es donde conocen a sus maestros.
El maestro no sólo labra las esperanzas y las ambiciones de sus alumnos sino que también influye en sus actitudes, tanto hacia sí mismos como hacia el futuro. Si el maestro es inexperto y actúa con torpeza, dejará huellas en la vida de los niños hiriendo profundamente la propia estima de éstos y deformando la imagen que tengan de sí mismos como seres humanos. Mas si ama a sus alumnos y tiene puestas en ellos elevadas esperanzas, los niños llegarán a tener más confianza en sí mismos, desarrollarán sus capacidades y su futuro quedará así asegurado.
Desgraciadamente, hay también algunos maestros que tienen una negativa o una mala influencia en sus alumnos.
Son los que se deleitan en destruir la fe en vez de edificar puentes hacia la vida buena. En las palabras de J.Reuben Clark, hijo: “Dios tendrá rigurosamente en cuenta a aquel que limite, mutile y estropee un alma haciéndole surgir dudas en su fe en las verdades eternas o destruyéndosela.
¿Y quién podría mediar la profundidad a que caerá aquel que premeditadamente hace pedazos la oportunidad de otro individuo de llegar a la gloria celestial?”
En vista de que no podemos controlar el salón de clases, por lo menos podemos preparar al alumno. “¿Y cómo?” --preguntaréis; y yo os respondo: “Proporcionad una guía para la gloria del reino celestial de Dios; un barómetro para distinguir entre las verdades de Dios y las teorías de los hombres”.
Hace varios años tuve en mis manos una guía de esa naturaleza; era un volumen de las Escrituras que comúnmente llamamos “Combinación Triple”, y que contiene el Libro de Mormón, Doctrina y Convenio y la Perla del Gran Precio. El libro era un regalo de un padre cariñoso a una hermosa y prometedora hija que siguió esmeradamente su consejo. En la primera página el padre, quien más tarde sería llamado como Presidente de la Iglesia, había escrito las siguientes inspiradas palabras:
“9 de abril de 1944
“Mi querida Maureen:
Te doy este libro sagrado para que lo leas frecuentemente y lo atesores a través de toda tu vida, a fin de que te sirva de medida constante según la cual puedas juzgar entre la verdad y los errores de las filosofías de los hombres, progresando así en espiritualidad a medida que vayas aumentando tu conocimiento.
“Cariñosamente, tu padre,
Harold B. Lee”
Yo pregunto: “¿Sólo un maestro?”
Para terminar, consideremos al maestro que usualmente vemos los domingos, el maestro que enseña en la Iglesia. Es aquí donde se juntan la historia de lo pasado, la esperanza de lo presente y la promesa de lo futuro; es aquí especialmente donde el maestro aprende que es fácil ser fariseo y difícil ser discípulo. Los alumnos lo juzgan, no sólo por lo que enseña y por la forma en que lo hace, sino también por la forma en que vive.
El apóstol Pablo aconsejó a los romanos: “Tú, pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo? Tu que predicas que no se ha de hurtar, ¿hurtas? Tu que dices que no se ha de adulterar, ¿adulteras?” (Romanos 2:21-22).
Pablo, aquel inspirado y dinámico maestro, nos proporciona un buen ejemplo. Quizás el secreto de su éxito se debió a su experiencia en el triste calabozo en que estuvo preso; donde lo único que oía eran pasos, los pasos de los soldados, y el entrechocar de las cadenas, de las cadenas que lo tenían sujeto. Cuando el guardia de la prisión, que parecía inclinado a su favor, le preguntó si necesitaba algún consejo en cuanto a cómo conducirse delante del emperador, Pablo le contestó diciendo que ya tenía su consejero, el Espíritu Santo.
Cabe nuevamente la pregunta: “¿Sólo un maestro?”
En el hogar, en la escuela y en la Casa de Dios, hay un maestro cuya vida se proyecta por encima de los demás. El enseñó sobre la vida y la muerte, el deber y el destino. Vivió, no para que lo sirvieran, sino para servir, no para recibir sino para dar; no para salvar su vida, sino para sacrificarla por los demás.
Describió un amor más hermoso que la codicia, una pobreza más rica que un tesoro. Se ha dicho que este maestro enseñaba con autoridad y no como lo hacían los escribas. Me refiero al Maestro de maestros, Jesucristo, al Hijo de Dios, el Salvador y Redentor de la humanidad. Cuando los dedicados maestros responden a la cálida invitación del Señor: ‘Venid, aprended de mí’, no solamente aprenden, sino que también llegan a ser partícipes de su divino poder.
Cuando yo era niño, recibí la influencia de una maestra así. En nuestra clase de la Escuela Dominical, ella nos enseñaba en cuanto a la creación del mundo, la caída de Adán, el sacrificio expiatorio de Jesús: traía a nuestro salón de clase como invitados de honor a Moisés, Josué, Pedro, Tomás, Pablo y aun a Jesucristo, y nosotros, aunque no los veíamos, aprendíamos a amarlos, honrarlos y emularlos.
Vuelvo a mencionar el diálogo de que hablé anteriormente. Cuando el niño escuchó la injusta comparación de “Mi papá es más grande que el tuyo”, “Mi papá es más inteligente que el tuyo”, “Mi papá es doctor”, bueno, él podría haber replicado: “Tu papá será más grande que el mío; tu papá será más inteligente que el mío; tu papá puede ser piloto, ingeniero o doctor, pero mi papá, “mi papá es un maestro”.
¡Qué cada uno de nosotros se de cuenta del mérito de tan sincero y elogiable reconocimiento!

Publicado en Liahona octubre 1984

Estilo SUD, 3 de octubre de 2009
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