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La
casa de las ventanas doradas
Por el élder Sterling W. Sill
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Conozco
una historia muy interesante de un jovencito que vivía en
el extremo remoto de un hermoso valle. Todas las mañanas,
al salir el sol, veía del otro lado del valle una casa de
hermosas ventanas doradas. Al verse los rayos reflejados del sol,
desde el lado opuesto del valle, el jovencito los contemplaba con
admiración y embeleso. Pensaba cuán hermoso sería
vivir en un lugar de tanta elegancia y esplendor. Entonces miraba
las ventanas empañadas de su propia habitación humilde,
y sentía la tenebrosa y abrumadora carga del desánimo.
Con el transcurso
de cada día, al ponerse a pensar en la desventaja de sus
circunstancias, más y más aumentaba su disconformidad.
Por último, llegó a ser tan fuerte su anhelo de vivir
del otro lado del valle, que no pudo resistir su empuje. Decidió
abandonar la casa donde había nacido y buscar una vida nueva
en el extremo contrario del valle en la bella casa de ventanas doradas.
Emprendió
el viaje al día siguiente muy temprano, y todo el día
se esforzó por seguir adelante. Al acercarse al otro lado
del valle, empezó a buscar su bella casa, ¡pero qué
chasco tan grande se llevó al no poder hallarla en ninguna
parte! Como si hubiese intervenido algún poder mágico,
la casa de las ventanas de oro había desaparecido. El sol
estaba a punto de ponerse y pronto oscurecería; se hallaba
lejos de casa, estaba cansado y solo, tenía hambre y temor.
Decidió sentarse para descansar y resolver que habría
de hacer. Al hacerlo, volvió la cara y miró hacia
el lado opuesto del valle y el largo camino que había recorrido.
Apenas podía creer lo que vieron sus ojos. ¡Allá,
bañada por la luz del sol poniente se reflejaba una hermosa
luz dorada! Y he aquí, lleno de sorpresa, descubrió
que su propia habitación era la casa de las ventanas de oro.
Esta historia
instructiva pone de relieve una moraleja importante para nuestras
vidas. En forma algo vaga, a todos nos parece creer que lo que tiene
el vecino es mejor que lo nuestro; que el césped del otro
lado del cerco está más verde.
Los siguientes versos rústicos ponen de manifiesto esta falsa
ilusión.
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Tengo
un títere amarillo
Y Julio también tiene otro.
Salta el mío con este pie
Antes de mover el otro.
Pero yo quiero el de Julio,
no importa lo que me cueste,
porque el suyo aquel pie mueve,
antes de saltar con éste. |
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Una de las tendencias
más comunes de la naturaleza humana que nace de este engaño
natural, es que estamos propensos a desacreditarnos a nosotros mismos
en nuestra situación, y a la vez exagerar las cualidades de
los que nos rodean.
Como resultado, es fácil desarrollar en nosotros el sentimiento
perjudicial de la envidia. Seleccionamos lo mejor de alguna otra persona,
y entonces terminamos de pintar el cuadro en la misma escala. Aplicamos
el descuento máximo a nuestros propios talentos y bendiciones,
mientras que los del prójimo los consideramos como inestimables. |
La
Biblia indica que es más fácil ver la paja en el ojo
de nuestro hermano que la viga de mayor tamaño en el nuestro.
Pero es también más fácil ver las ventajas
de la casa de nuestro prójimo, con sus oportunidades, que
las nuestras. Sus habilidades son amplificadas en nuestro modo de
ver, mientras que las nuestras son reducidas. Creemos que su vida
es más holgada y de mayor satisfacción. Parece que
hay tantas razones por las que nuestro prójimo puede lograr
el éxito mientras que nosotros tenemos tantos motivos para
fracasar. Podemos ver claramente nuestras propias ventanas empañadas
en violento contraste con las del oro refulgente del otro lado del
valle.
Esto se debe
a que sabemos más acerca de nuestras propias debilidades
y las imperfecciones que la carne ha heredado.
Sin embargo, con demasiada frecuencia hacemos más hincapié
en nuestras debilidades de lo que debíamos, y consiguientemente,
incubamos en nosotros mismos la enfermedad más común
del mundo, a saber, el complejo de inferioridad.
Solemos examinarnos a nosotros mismos y nuestras oportunidades con
el extremo contrario del telescopio. Continuamente nos estamos diciendo
a nosotros mismos: "Si pudiera ser como fulano”; o “si
tuviera la oportunidad de Julio o el talento de José o el
dinero de Manuel o la espiritualidad de Juan”.
Fijamos la vista en las ventanas de nuestro prójimo de tal
manera que no podemos ver las cosas buenas que tenemos casi debajo
de las narices. Un poco de envidia en el corazón surte un
efecto raro de ceguedad en los ojos.
La envidia es uno de esos pecados que cometemos contra nosotros
mismos. A fin de ayudarnos a estar a salvo de esto, nos fue dado
el Décimo Mandamiento.
Entre los relámpagos y truenos del Monte Sinaí, Dios
declaró: “No codiciarás”.
Entonces, como si sospechara de que íbamos a pasar por alto
el asunto principal, añadió algunos detalles: “No
codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni
su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tú prójimo.”
(Éxodo 20:17)
Estas dos palabras, “cosa alguna”, comprende todo lo
demás; y se incluye en esta prohibición tales cosas
como los rasgos de personalidad que posee nuestro prójimo,
su talento, su trabajo y oportunidades y otras más.
Cuando la envidia
o la codicia logran arraigarse, se desarrollan con suma rapidez,
ciegan la mente y destruyen la voluntad. Alguien ha dicho: “El
espíritu se hace visco, queriendo atender a dos cosas al
mismo tiempo”. La envidia produce una sensación de
disconformidad y mala voluntad. Es una reacción negativa
que se desarrolla en nosotros, y nace de alguna superioridad real
o imaginaria que atribuimos a otra persona.
Engendra una antipatía rencorosa, un odio incandescente,
e impide que logremos nuestro propio éxito.
Dios no dijo
que no debemos tener una casa mejor u otra cosa superior a las de
nuestro prójimo; pero esto se obtiene mejor si nos ponemos
anteojeras, para no entregarnos a esta práctica prohibida,
destructora del alma y del éxito, de fijar nuestra atención
en aquello que no nos incumbe.
Hay métodos mucho mejores para adquirir lo que deseamos.
Son tantos los que han salido a tierras lejanas para “labrar
su fortuna”, sin darse cuenta de que en su propio hogar hay
“tesoros escondidos”. Eso es precisamente lo que hacemos
al codiciar el éxito de otro, porque dicho éxito no
se encuentra en tierras lejanas, sino en nosotros mismos.
Jesús
dijo: “He aquí el reino de Dios está entre vosotros.”
(Lucas 17:21) Todo hombre lleva dentro de sí mismo precisamente
las cosas que busca. Si estamos buscando la fe, no echemos la vista
al otro lado del valle ni disipemos nuestra fuerza envidiando a
otros, pues no tenemos más que mirar dentro de nosotros mismos.
Dios ya ha plantado en nuestro propio corazón las semillas
de la fe, las cuales sólo esperan que las hagamos crecer.
La codicia destruye la fe y debilita al que la practica.
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Una
de las habilidades principales en la vida es aprender a efectuar
con mayor eficacia “la obra que tenemos delante de nuestros
propios ojos, con la herramienta que tenemos a la mano”. Nos
vienen al pensamiento unos versos de Edward Rowland Sill, los cuales
dicen en sustancia: |
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Espesa
polvareda por el llano se extendía,
Dentro de la cual o bajo de ella se libraba
Fiero combate, y el clamor de los gritos y de espada
Que chocaba contra espada el aire hendía,
Cuando vieron replegarse la bandera
Del príncipe, que en medio de enemigos combatía.
Apartado de
lo recio de la lucha, un cobarde
Se decía: “Si mi espada fuese una hoja fina
Como aquella que el noble hijo del rey
Ufano blande; pero ésta que ni filo tiene…”
La rompió en dos, la arrojó al suelo, y huyendo,
Se escurrió temeroso del furor de la batalla.
Llegó
poco después el príncipe, herido, acosado,
Indefenso, cuando vio en el suelo aquella espada
En pedazos y hollada por las plantas de las huestes
Trabadas en combate… Corrió y empuñándola
brioso,
Nuevo ánimo infundió en sus filas,
Y venciendo en la lucha al enemigo,
Salvó su causa ese glorioso día.
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El
cobarde fue débil, no en sí mismo, sino por causa de
su envidia y desánimo. Quería hallar el éxito
fuera de sí mismo. El hijo del rey triunfó con la media
espada que el cobarde arrojó lejos, porque supo aprovechar
sus circunstancias. El poema dice en esencia: “No codiciarás
la espada de tu prójimo ni su posición en el campo de
batalla, antes aprende a confiar en tu propia fuerza y ser leal a
los mejor que Dios ha inculcado dentro de ti.”
Si empleamos nuestra propia espada hasta el límite de nuestra
capacidad, la vida nos concederá casi cualquier lugar que deseemos
en el campo de batalla. Desde luego, nos concederá el lugar
que nuestra habilidad nos permita ocupar. La vida también nos
proveerá una espada más larga cuando hayamos aprendido
a dominar la que ya tenemos.
Un nuevo recluta
preguntó en una ocasión al general: “¿Dónde
están las trincheras?” Este le contestó: “Las
estás pisando, todo lo que tienes que hacer es quitar la
tierra.”
Cada uno de nosotros debe hallar su propio lugar y hacer madurar
sus propias habilidades. Y a fin de hacer que esas habilidades nos
rindan el mejor servicio, debemos tener confianza en ellas; no en
las de ningún otro.
El gran matemático Einstein dijo: “Hay una ley que
tengo por segura: la singularidad del individuo”. Nunca se
tuvo por objeto que fuésemos otra persona. Cada cual tiene
que encontrarse a sí mismo y seguir siendo él mismo.
Sólo cuando conservamos nuestra vida y pensamientos de nuestro
lado del cerco podemos crecer más provechosamente. Cuando
los pensamientos cruzan el cerco al terreno del vecino, no hacen
sino despreciar sus propios recursos. Así es como abandonamos
nuestros propios intereses y estorbamos nuestro propio progreso.
Nuestras ventanas brillarán con mayor luz si cesamos de tapar
el sol. También convendría lavarlas bien con agua
y jabón; pero primeramente se debe entender que la persona
más deseable que se puede ser es uno mismo. “Ningún
otro puede realizar la tarea que Dios te ha señalado.”
La codicia es tan perjudicial hoy como cuando fue prohibida en el
Monte Sinaí.
El cobarde quebró
su espada en dos y abandonó el campo de batalla porque estaba
pensando en la espada del hijo del rey, más bien que en la
propia y en las oportunidades que ésta le brindaba. Nuestras
espadas tampoco son de mucha utilidad cuando nuestro deseo no está
con ellas. También destruimos nuestro propio entusiasmo y
ambición cuando toda nuestra atención se concentra
en admirar las ventanas doradas del otro lado del valle en lugar
de limpiar las nuestras.
Cuando codiciamos, usualmente aislamos la fuerza de nuestro prójimo
para compararla con nuestra debilidad, y en ambos casos completamos
el cuadro simétricamente. Esto no solamente es incorrecto,
sino que por proceder en esta forma nos sometemos deliberadamente
a la influencia de la inferioridad y debilidad. Como instrumentos
para lograr el éxito, la industria y la fe son muy superiores
a la envidia.
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Existe
una fábula antigua algo interesante que relata la historia
de un ratón envidioso que, como muchos de nosotros, buscaba
la manera de resolver sus problemas.
En la casa donde vivía este ratón, había
un gato que le amargaba la vida y lo conservaba preso de un temor
constante de ser atrapado y devorado. El ratón tenía
un amigo que era mago, de manera que fue a solicitar su ayuda
y le dijo: “Hágame el favor de convertirme en gato.”
El mago convirtió al ratón en gato, pero esto no
resolvió el problema, porque el ratón entonces descubrió
que vivía un perro muy bravo en la vecindad, el cual hacía
la vida intolerable. De manera que no tardó el ratón
en correr al mago para decirle: “Le suplico que me convierta
en perro.” De modo que el mago lo convirtió en perro,
pero había un tigre, feroz en extremo, que vivía
en un bosque cercano, el cual era el enemigo declarado de todos
los perros. Las fuertes garras y filosos colmillos de este tigre
cambiaron la vida del perro en una de terror y miedo constantes.
Por tanto, el ratón volvió a su amigo y le dijo:
“¿No me convertiría en tigre?”; y el
mago lo hizo.
Entonces un día llegaron los cazadores con sus rifles y
perros al bosque donde vivía el tigre y el ratón
entonces descubrió que lo acosaba el peor de todos los
enemigos, el hombre.
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Rápidamente el ratón
se volvió al mago y le dijo: “¿Puede convertirme
en hombre?”; pero esta vez el mago le contestó: “No,
no voy a convertirte en hombre; te voy a convertir en ratón.
No tienes mayor valor, disposición o habilidad para resolver
los problemas, que un ratón; y eso es todo lo que mereces
ser.”
Nuestra
responsabilidad consiste en convertirnos en aquello para lo cual
Dios nos ha creado. Somos sus hijos, creados a su imagen. El desea
que utilicemos cabalmente los atributos divinos que tan generosamente
nos ha conferido. Nos ha dado muchos mandamientos grandes para dar
orientación a nuestro cometido. Uno de estos es: “No
codiciarás.” Dios nos ha dado a cada uno de nosotros
lo suficiente para todas nuestras necesidades. Tenemos que aprender
a confiar en esos dones y serles leales.
Una de las lecciones principales sobre la habilidad para dirigir
que podemos aprender es: “No codiciarás.” Porque,
“he aquí, tu propia casa es la casa de las ventanas
doradas”.
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Artículo publicado
en la Liahona de marzo de 1960 |
Estilo SUD, 10 enero
2009 |
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