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La
Delegación
de Responsabilidad
Por el élder Sterling W. Sill
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Uno
de los renombrados generales de la Segunda Guerra Mundial pronunció
un discurso con el nombre ‘El Arte de Delegación’.
Este tema es uno de los más importantes de todos los campos
de la responsabilidad administrativa, y el orador presentó
algunas sugerencias excelentes sobre la manera de llevarla a cabo.
Los primeros comandante militares, comprendiendo que era imposible
estar en todos los sitios del campo de batalla al mismo tiempo,
nombraron subalternos y les señalaron misiones particulares
a cada cual para que dirigiera cierta parte de la batalla. Es de
por sí evidente que con tal nombramiento el subalterno debe
entender qué es lo que se espera de él. Debe saber
en qué consiste su autoridad y responsabilidades. Debe entender
que tendrá que responder al General por la forma en que emplea
su autoridad.
En cualquier empresa que exige los servicios de más de un
hombre es menester la misma forma de proceder. Ningún administrador
puede encargarse de todos los problemas que surgen en los negocios,
las operaciones militares o el trabajo de la Iglesia. Por tanto,
su deber principal consiste en dividir y delega esta responsabilidad,
y entonces ver de que cada uno cumpla con su cometido. Son tan numerosas
las tareas que se requiere cumplir, y a la vez son tan pocos los
detalles que el administrador puede dirigir personalmente, que,
si la obra ha de llevarse a cabo, es preciso que haya esta delegación
o lo que se ha llamado ‘descentralización coordinada’.
Uno de los ejemplos clásicos de delegación se halla
en la Biblia, y ocurrió en la primera parte de los viajes
y la historia de los hijos de Israel. Moisés estaba trabajando
desde el amanecer hasta el anochecer queriendo hacer todo el trabajo
él mismo, escuchando las dificultades y quejas de su pueblo.
A pesar de lo mucho que se afanaba, había grandes multitudes
que esperaban su turno para ser oídos. Esto causó
alguna disensión y murmuraciones entre ellos. Jetro, suegro
de Moisés, observando esta confusión, dijo: ‘No
haces bien’. Entonces aconsejó a Moisés que
escogiera hombres capaces y los pusiera por ‘caporales sobre
mil, sobre ciento, sobre cincuenta y sobre diez’, para que
juzgaran e instruyeran al pueblo. Es decir, bajo la dirección
de Moisés debían asumir esta responsabilidad de ser
directores. Moisés aceptó el consejo de Jetro y dio
parte de su autoridad a otros. Si surgía un problema, era
resuelto, de ser posible, en la escala menor. Los problemas de mayor
importancia llegaban a una escala mayor; pero solamente los que
ninguna otra persona del campamento podía resolver, eran
los que llegaban hasta Moisés.
En nuestra época, así como en los días de Moisés,
toda la autoridad de la Iglesia reposa en el Presidente de ella,
pero éste no puede hacer todo el trabajo. Por tanto, igual
que Moisés, debe delegar parte de su autoridad y responsabilidad
a otros oficiales, entre ellos, presidentes de estaca, obispos,
etc. Tampoco éstos pueden efectuar toda la obra que les viene
por delegación, de modo que ellos, a su vez, la dividen y
otorgan parte de su autoridad y responsabilidades a otros que trabajan
bajo su dirección.
Cuando se lleva a cabo debidamente esta manera de proceder, todo
el que obra en la Iglesia tiene su responsabilidad particular, así
como la autoridad particular para llevarla a cabo.
Por supuesto, la idea de delegación es absolutamente necesaria,
y la eficacia con que se hace y se recibe esa delegación
influye grandemente en todo nuestro éxito. La delegación
de responsabilidad ayuda a descentralizar la responsabilidad y da
a todos la oportunidad para prestar servicio. Es la mejor y única
manera de llevar a cabo el trabajo.
En vista de que la mayor parte de los problemas pueden resolverse
en el peldaño o escalón más bajo de la escala
administrativa, debe hacerse todo esfuerzo posible por resolver
las dificultades y efectuar la obra de la Iglesia lo más
cerca posible de su origen, a fin de que únicamente los problemas
serios lleguen al Presidente de la Iglesia.
Hay algunos directores que aparentan delegar, pero retienen para
sí mismos la esencia del trabajo o del puesto. Esto significa
que en cuanto a fines prácticos, no se otorgó ninguna
delegación en efecto. Es decir, no puede llamársele
delegación verdadera, si el obispo da cierta responsabilidades
a sus consejeros y luego, porque cree que él mismo puede
hacer mejor el trabajo, suspende la delegación cada vez que
surge un asunto importante. De esa manera, el consejero nunca sabe
en qué consiste su autoridad verdadera, o si el obispo ya
lo antecedió; ni hay manera alguna en que pueda lograr el
desarrollo en su puesto. Tampoco puede llamarse delegación
verdadera, si se da el trabajo pero se retiene el mérito.
A fin de que pueda lograr el éxito, la delegación
no puede ser en parte solamente; ni tampoco puede otorgar la autoridad
con una mano y luego quitarla con la otra. Sólo cuando se
recibe en forma completa, se puede aprender la responsabilidad.
Uno de los tropezaderos de la delegación de autoridad es
la creencia que tienen algunos directores, de que ellos mismos tienen
que hacer el trabajo, si quieren que salga bien.
Pero ¿cómo van a desarrollarse otros directores?
El que dirige tiene la obligación de preparar a aquellos
que están bajo su dirección, para que sean mejores
administradores que él, y preparar no sólo a uno,
sino a muchos, para que puedan asumir su puesto en caso de que él
ya no pueda.
Sobre la lápida de Andrew Carnegie se halla esta inscripción:
‘Aquí yace un hombre que supo reclutar para su
servicio hombres mejores que él’.
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El
buen director no trata de resolver todo problema personalmente,
pues al grado en que el administrador esté resolviendo todos
los asuntos, sus subalternos usualmente carecerán de disposición
para tomar la iniciativa y, consiguientemente, nunca se desarrollarán
a sí mismos. El que delega la autoridad puede enseñar
a la persona sobre quien ha delegado la manera de encontrar la resolución
correcta, por medio de preguntas y sugerencias.
Teodoro Roosevelt, en un tiempo presidente de los Estados Unidos,
dijo que el mejor administrador es aquel que tiene la prudencia
suficiente para escoger buenos hombres que efectúen lo que
tiene proyectado, y suficiente dominio sobre sí para no inmiscuirse
cuando lo estén llevando a cabo. |
Por otra parte, delegación no es abdicación. El director
no pierde su autoridad ni su responsabilidad cuando la delega. Continúa
siendo el responsable y debe garantizar el éxito de aquel
a quien delega la responsabilidad. No puede delegar y luego volver
la espalda a lo que suceda después. Debe supervisar, instruir
y animar a aquel a quien se ha dado la responsabilidad. El administrador
puede delegar su autoridad pero no se deshace de su responsabilidad.
Delega su responsabilidad sin perderla. Delegación sin dirección
es irresponsabilidad.
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Tampoco
puede decirse que ha habido una delegación verdadera si no
se acepta por completo la responsabilidad. No debe permitirse que
la incompetencia o falta de disposición por parte de la persona
pase inadvertida o sin evaluarse, en lo que concierne a la aceptación
de la responsabilidad. Al contrario, aquel que tiene la responsabilidad
principal debe percatarse inmediatamente de esta falta de disposición.
Así como la delegación no significa obligación,
la aceptación de responsabilidad tampoco significa usurpación.
Cada cual debe obrar dentro de los límites del sistema de la
Iglesia y la autoridad que se le ha dado. Todo administrador que forma
parte de la cadena debe conocer su trabajo y estar capacitado para
subdividir y delegar eficazmente. Debe conocer a quién está
dando la autoridad y estar seguro de que la tarea está dentro
de los límites de la capacidad de la persona; que puede dedicar
y que dedicará el tiempo necesario para cumplir debidamente
con el encargo. |
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Una de las dificultades más serias sobre el asunto de la
delegación correcta es saber escoger al hombre apto a quién
se va a dar la responsabilidad. Cuando se le da a un hombre una
posición de responsabilidad, debe ser elegido principalmente
por su mérito y su habilidad particular para hacer esa obra
mejor que cualquier otro. Podemos ver ejemplos en algunas situaciones
políticas, en las que a alguien le es dado un empleo en calidad
de favor o pago de alguna deuda.
Los que ocupan estas posiciones pueden ser cambiados de un puesto
a otro sin consideración a su aptitud o habilidad particular.
Pero el éxito se logra con mayor eficacia si se elige a los
hombres porque su aptitud particular se presta a la efectuación
de la obra deseada. No escogemos a las personas que van a ser médicos,
abogados, agentes, profesores o conserjes, sencillamente porque
nos simpatizan; ni al fin de determinado período los colocamos
a todos otra vez en un montón y jugamos de nuevo un albur
para ver quien será el médico y quien será
el profesor. El agente de ventas o el conserje podrán ser
hombres tan buenos como el médico, pero tropezarían
con dificultades en la sala de operaciones si tuviesen que practicar
una cirugía complicada.
Tampoco nos parece muy lógico tomar a un hombre que está
trabajando eficazmente con los jóvenes del sacerdocio aarónico
y ponerlo en algún departamento para el cual no tiene ni
la habilidad ni el interés. Es cosa sabida que los hombres
y las mujeres no cambian ni pueden cambiar sus intereses e inclinaciones
en sucesión rápida, para que correspondan con diversas
ocupaciones. Es cierto que los miembros de la Iglesia deben tener
varios intereses, pero el conocimiento, habilidades, actitud, hábitos
y entusiasmo no pueden cambiarse con la misma facilidad que un sombrero
de una cabeza a otra.
En el asunto de la delegación y responsabilidad en la Iglesia,
estamos tratando con el sumamente importante propósito de
lograr que las personas lleguen al reino celestial, y necesitamos
hombres sumamente hábiles para determinadas cosas. Entonces
se debe instruir eficazmente y supervisar adecuadamente a cada uno
sobre los que se ha delegado y desarrollar en ellos su aptitud particular
hasta el grado más alto.
Aun después de hallar al hombre indicado para cada puesto
en particular, no debemos abandonarlo después de hacerle
la delegación y permitirle que siga su propio camino. Continúa
siendo la responsabilidad del administrador supervisar su trabajo
y suministrarle la orientación y dirección necesarias.
La delegación eficaz claramente debe señalar el campo
de la responsabilidad. Debe ayudar a establecer los fines y propósitos
principales. Debe haber seguridad de que aquel a quien se hace la
delegación tiene no sólo la aptitud, sino que acepta
completamente la responsabilidad. No podemos destacar en exceso
la importancia de la aceptación. Si hay aceptación
completa, entonces la delegación debe hacerse sin reservas.
El administrador debe delegar el puesto completo con todas sus satisfacciones,
prestigio y significado espiritual. Con esto se ofrece una aspiración
digna de la dedicación más noble, tanto por parte
del que hace la delegación, como del que la acepta.
En el arte de la delegación están comprendidas algunas
de las habilidades administradoras más importantes. Debemos
estudiarlo constante, completa y continuamente, y entonces llevar
nuestros estudios a la práctica.
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